España pasa por una grave crisis política: no han sabido gestionar un sistema democrático después de tantos años de dictadura. La herencia del dictador sigue estando en manos de la descendencia monárquica escogida por Franco y lo que se llamó “transición” se estancó y se rebosa hacía detrás.
La libertad de expresión ha vuelto a la época de la dictadura, pero con un sistema modernizado que ahora controla las nuevas tecnologías. Vuelve a cobrar sentido la búsqueda del anonimato para expresarse públicamente con temas políticos, por ejemplo.
El control estatal y de la derecha, sobre los medios de comunicación y jueces y fiscales, enfocan la educación difundida por su flota mediática hacia un retroceso y exaltación de un conservadurismo desconocido hasta ahora por los nacidos después de la época franquista. Esto supone serias restricciones lingüísticas; en el enfoque histórico; en la realidad internacional y estatal de la realidad política actual; en la visión de los derechos humanos o fundamentales; etc.
Se llega a tal punto que, los voceros políticos, viven en una nube confortable desde la que riegan de analfabetismo y mentiras todo lo que hay por debajo. Las fuerzas de izquierdas españolas, que parecían alternativa a todo eso, resultaron más de lo mismo desde que adquirieron las cuotas mínimas de poder. Su españolismo sí está justificado, pero su ignorancia de los derechos de autodeterminación de los pueblos, de los derechos fundamentales, pueden resultar incomprensibles e impropios del siglo XXI. Pero es que toda Europa camina en el mismo sentido.
España no reconoce la crisis que empezó por limitaciones en los derechos de los trabajadores, bajo un gobierno supuestamente socialista, que firmó con la derecha un Estatuto de los Trabajadores para limitar -por ejemplo- el derecho a la huelga. Siguió con el fortalecimiento de un sistema policial que combatía la discrepancia política, justificado con un reguero de muertos y torturas legales, condenadas en tribunales internacionales. Continuó con la creación de una brecha social, a raíz de una crisis financiera internacional, que pagaron los más pobres y de la que resultan millones de personas atracadas en sus nóminas y sus condiciones de trabajo, con incrementos de cargas laborales. Una reforma laboral que se salda con un incremento gigantesco del índice de suicidios y la expulsión de la vivienda de cientos de miles de familias. Cuando se anuncia el crecimiento de la economía las cifras desvelan una brecha social abismal, donde los ricos han multiplicado sus capitales y el resto es cada vez más pobre. Es la crisis de un sistema democrático desde su nacimiento.
La Constitución de la transición se cambió en apenas un mes de trámite, en 2011, para introducir el cruel artículo 135, que antepone la salud financiera de la banca a la de la ciudadanía. Esto lo consiguió la mayoría representada por PSOE y PP.
En España se ha ejercido un continuado tripartidismo. El bipartidismo de las dos fuerzas políticas que lo encabezan es acolchado por la esperanza de que el tercero crezca y valga como alternativa. Pero el miedo al cambio auténtico se inyecta diariamente en los medios de comunicación y en el discurso de unos acomodados políticos que pueden ser de cualquier partido español indiferentemente.
Lo peor es no reconocer la crisis. Así, la posibilidad de superarla es tan invisible como la propia crisis. Y lo malo es que cuando haya que rendir responsabilidades históricas los culpables ya no estarán ahí.
Por todo eso, el señalado por España de “independentista” se siente hoy más íntegro que cualquier español. Para eso, cuando tengamos nuestra oportunidad, ya rendiremos cuentas ante nuestro Pueblo y, ojalá, no se ejerza en esa Canarias libre la misma política sucia que domina hoy en España.