Mueren los amigos, los compañeros de juegos infantiles y nos vamos sintiendo, paulatinamente, como islas residuales de una época pretérita, no mejor ni peor, pero si diferente porque, desde luego, era la nuestra que se difumina lentamente. Con ellos se van retazos de nuestra propia vida que, celosamente, guardamos en el recuerdo, territorio en que moran aquellos con los que hemos compartido alegrías, afanes, penas, luchas o, más exactamente, nuestras propias vidas.
Esta vez ha sido Juan José García, mi amigo Juanito “Calzones”, el que ha cantado su última malagueña con aquella su voz profunda que quedará siempre en la memoria de este heptainsulano país. ¿Quién no lo recuerda en aquellos “Sabandeños” iniciales cuando, en mi ciudad de Aguere, nos veíamos todos en los largos paseos vespertinos calle Carrera arriba y abajo, con alguna paradita en el Bar Alemán o en El Refugio? ¿Cómo olvidarnos de Kike “El Peta”, Miguelito “El Naripa”, Enriquín Cabrera, Dacio Ferrera, Manuel Luis “El Minuto”, Gonzalito, Torres, Melián, Domingo Luis Acuña…que estarán de enhorabuena por el refuerzo que les llega a ese rincón del recuerdo donde se agrupan los que han cantado a la vida? También quedan en este lado del tránsito, además de Elfidio, otros de aquellos componentes iniciales que estarán hoy con el mismo grado de tristeza que yo experimento, y que me perdonen los que no recuerdo, pero estoy seguro de que así se sentirán Falo Perera, Juanito Oliva, Julito Fajardo, los dos hermanos Bacallado…
A Juan le llevaba yo un par de meses. Lo suficiente para ser “el mayor”. Cuando salía de mi casa, con cinco o seis años, para ir al Colegio Nava, tenía que recoger a mi vecino inmediato, José Manuel Barreto y, al pasar por la casa de Juan, en la esquina entre Juan de Vera y el callejón de Briones –al que el fascismo llamó “Santiago Cuadrado”- su madre estaba en la puerta para que Juan fuera con nosotros. A su vez, mi abuela Carmen encargaba a mi primo, Antoñito Guerra, que nos echara un ojo por el camino…y así hasta enfrentarnos con el “Periquito”, la regla para imponer el orden establecido que tenía el único “hermano” que no era tal, el “hermano” Mateo Arbelo.
Siempre envidié a Juan –y a todos los otros nombrados- por su capacidad para interpretar música. Yo intenté entrar, sin ningún éxito, en todo coro que se me ponía a mano. Sucedía que tenía una forma de interpretar el canto que era diferente de la del resto de la humanidad y, por lo mismo, incomprendida. Recuerdo una vez, que camino del Ateneo para oír a aquellos iniciales Sabandeños, caminaba desde la Plaza de la Catedral con Dacio Ferrera y Juanito. Dacio me dijo: “Estreno hoy una letra que seguro que te gustará” Era la del “guanche en su mesnada”. Juanito intervino raudo. “Está bien que te guste, pero no la cantes que la jodes”.
Juan, gomero consorte y con suerte como yo mismo, tenía arrebatos laguneros. No dejaba que le pusieran “la pata encimba”. Por eso, cuando en Punta del Hidalgo se fue a montar la escultura de la manta sabandeña de 4 toneladas, obra de Fernando Garciarramos, cuando se terminó la base, Juanito Calzones se subió encima con su propia manta. Hizo así realidad la folía de Dacio, otro disidente sabandeño de voz tan genial como Juan o Manuel Luis, que reza:
Con la manta y sin la manta
Sigues siendo sabandeño
Aunque pongan empeño
En silenciar tu garganta
Es el alma la que canta.
Ahul Juan. Que el tránsito te sea leve y que allá donde ahora mores se siga oyendo tu recio canto. Aquí nos queda la añoranza.
Francisco Javier González
Gomera a 10 de junio de 2018.