Andrés Ramón Espinel Guadalupe nació en Tindaya en noviembre de 1855, primero de seis hermanos que, anualmente, traía al mundo Rosa Guadalupe. Lo llamaron Ramón por su padre, Ramón “Majalulo”, pero lo de Andrés se lo impuso el señor cura cuando lo llevaron, pasado unos días, a cristianar a Tetir, cabeza del municipio. Era víspera de la Fiesta del Agua en que los parroquianos iban en bullanguera procesión, hasta La Crucita, a las ruinas de lo que fue la ermita del santo que traía la lluvia. Era una jurria de gente, toda alboriada soltando ajijides y cantando porque ese año no habría que penar a San Andrés ya que se presentaban barruntos de agua. Aunque llevaba años sin llover, esta vez, al menos aparentaba que el santito podía cumplir el cometido para el que lo designaron por elección los vecinos, hacía tantos años que nadie sabía cuando fue. Incluso alguno decía que fue en una asamblea que hicieron pa'elegir un santo mediador cuando llegaron los españoles a Tindaya y se pasó sin llover varios años.
Ramón Majalulo era, por estirpe, acañado, largo como un cangallo y delgado como un calasimbre, pero fuerte y duro como la piedra de la sagrada montaña a cuyo pie había nacido. Criado con gofio de cosco y leche de cabra, carne machorra de San Juan a Corpus, potage de chícharos con rodilla de cabra salada y ralas con aguas de pasote, era hombre pa’romper un mundo. Aún galletón se casó en 1875 con María Morales de La Matilla. Algo habrían hecho porque a los siete meses escasos nació Diego Ramón. Lo cristianaron como Diego porque el señor cura les dijo que San Diego era el único santo que había pisado Canarias y que fue en su día el jefe o algo así del convento franciscano de Betancuria, aunque el convento llevaba más de 20 años cerrado y su último cura, el padre Francisco Gómez, otros tantos de muerto y enterrado.
Dieguito Majalulo no salió tan acangallado como su padre. Desde chinijo era más macizo, más tacho, pero era un jiribilla, brincón como el rabo cortado de una lagartija. Era el mejor tirando piedras en una guirrea o jugando al pallollo con todo el pandullaje de chinijos de Tindaya que, por la emigración huyendo de las hambrunas, cada vez eran menos, pero era muy padrero y, cada vez que veía que se calaba la montera y agarraba el astia se le pegaba a los calzones para salir con él. Los días grandes de Dieguito eran las apañadas y el ayanto de carne machorra y batatas coloradas sancochadas, de aquellas encarnaditas que venían de Lanzarote. De escuela nada. En toda la isla solo había una en Puerto Cabras y solo tenía dos niños gratuitos. El cura los enseñaba, además de la doctrina, a malescribir una especie de firma que, pa’cuidar cabras jairas, era suficiente. Tras Dieguito fueron naciendo sucesivos chinijos hasta cuatro. Ramón Majalulo cuando le preguntaban como los sacaba pa’lante, muy cachazudo, respondía“Con una cabra pa`cada uno ahora que todos caben bajo un jarnero”.
Fue por el cosco por lo que se mudaron pa’Guisguey. Había que patear la costa pa’recogerlo y con problemas. Antes, en la Dehesa de Guriame se pastaba el ganado libremente y el pueblo cogía las plantas de roferofe libremente, las secaba y de las vainas, remojadas en los charcos de marea que hacían de lavaderos, se recogían las semillas que, después de bien remeneadas con el remijiquero en el tostador de barro, se molían en la piedra que toda cocina tenía y ya estaba el gofio. Las plantas secas se quemaban pa’sacar la barrilla que compraban los ingleses pa’los jabones o se usaban las piedras en las casas al lavar las ropas, pero esos tiempos se habían acabado.
Todo el mundo sabía lo que había pasado en la Dehesa con el mayorazgo de los llamados Señores de Fuerteventura, que venían de los Saavedra. Lo tenía ahora una señora de los Benítez de Lugo que vivía en Tenerife, en La Orotava, y esa señora arrendó la Dehesa, que siempre había sido comunal, a los hermanos García del Corral, de Yaiza en Lanzarote. Los alcaldes reales y los síndicos personeros de La Oliva, Villaverde y Lajares protestaron y llevaron pleitos ante la Real Audiencia en Las Palmas que dio la razón a los Señores y no les concedió ningún derecho ni al pasto ni a la barrilla. Embriscados y azuzados por el cura Rafael de Cubas, se reunieron unos 400 mahoreros con sus palos, macanas y garrotes y apresaron al administrador, uno de los hermanos del Corral, Manuel, que era capitán de milicias, con el propósito de embarcarlo pa’Lanzarote desde Corralejo o, en último remedio, emborearlo por cualquier barranco. El Coronel y Gobernador Militar –consiguió el título al casarse con “la Coronela” Sebastiana Cabrera- Francisco Manrique de Lara del Castillo, mandó a las milicias para que apresaran a los promotores de la revuelta. Más de 30 de los alzados terminaron en las prisiones de las fortalezas militares de Caleta de Fustes y del Tostón, entre ellos los alcaldes y personeros que habían iniciado las vías legales que se pasaron unos cuatro años en esas prisiones.
Es por eso, por la mayor cercanía a las costas por lo que se mudaron a Guisguey. Los cachillos de terreno que tenía por El Time, estaban con las gavias cuarteadas de resequías y los nateros encalichados, que no daban ni cerrillo ni cornicales pa’las cabras. No le importaba dejarlos balutos porque daba lo mismo. Desde Guisguey era más corto el camino a la Playa de Las Lajas. Recorrían, mariscando, pulpiando, embroscando con leche de cardón algún charco, cogiendo cosco o echando algún lance a caña desde Punta Roja y Barlovento a La Entradita o Los Lapios y hasta el Barranco del Machete pero, en verdad, ni recorriendo la isla sacaban pa’comer.
Ramón Majalulo sabía que los alcaldes reales de los tres municipios de Casillas del Ángel, Tetir y en especial el de Puerto Cabras, recién elevado a capital de la isla en detrimento de Betancuria, habían solicitado al gobierno de España a través del Jefe Superior Político de Canarias que se perdonaran las contribuciones dado el calamitoso estado de la isla con 10 años de sequía. Se reiteraban más tarde todos los ayuntamientos isleños en la petición, e incluso se sumaron los de Lanzarote también afectados, presentando las alegaciones de ambas islas ante el Juez de Primera Instancia radicado en Teguise. Súplica tras súplica. Era tanta la miseria que los regidores de Puerto Cabras solicitaron, en 1878, la ayuda del Fondo de Calamidades que el gobierno español tenía para estos casos extremos. En un gesto de magnanimidad inusual, el gobierno de España concedió una ayuda de, nada menos que 1.500 pesetas, pero esa ingente cantidad de dinero no llegó a Puerto Cabras hasta 1884 y se emplearon en 1885 en el arreglo del cementerio y de la plaza de la iglesia.
El regidor Antonio Alonso del Castillo pregonaba a quién quisiera oírlo que “la isla se quedaba sin agua, sin yuntas y sin hombres” y que de los 552 habitantes de Puerto Cabras del censo del fin de año de 1877 solo quedaban 174 habitantes de hecho. Igual sucedía en todos los pueblos de la isla. No solo los hombres, las familias en masa emigraban. El hambre era muy negra y para agravarla vinieron los cigarrones berberiscos a acabar con lo que quedaba vivo en los terrenos. Fueron tantos los que se fueron a Las Palmas -que empezaba a construir los muelles del Puerto de la Luz- y los que partieron pa’Tenerife a la agricultura, que causaron la alarma del Jefe Superior Político de Canarias que, desde Santa Cruz, indagaba las causas de la avalancha de mahoreros que llegaban a Gran Canaria y Tenerife, pero la mayoría de los emigrados no se quedaban en las islas. Salían hacia Uruguay contratados como colonos a la Banda Oriental que llevaba menos de 50 años de vida independiente.
Ramón Majalulo conocía a muchas de las familias de Tetir que se habían ido pa’Uruguay. De Tetir mismo se había ido José Travieso con su mujer, Antonia Jorge –que era medio curandera y tenía mano de santo pa’l padrejón, el pasmo y el pomo virado- con sus 5 hijos y Francisco Marichal con Isabel Hernández y sus 4 hijos. De Los Estancos Juan Cedrés Oramas con Dominga Abreu, y sus 7 hijos además de Rafaela Gutierrez “la Viuda” con 6 hijos y Rafael Martín con Marcelina Bravo y sus 9 hijos. A Ramón le costaba convencer, a pesar del permanente jilorio que reinaba en la casa a María de arrancar la caña pa’las Américas. Pero cuando su vecino de Guisguey, que era un maestro del timple y con el que se echaba los pizcos de ron cuando había menester, José de León Rodríguez y su mujer Francisca González Rodríguez, buena cantadora y que bailaba como nadie el sorondongo en los bailes de taifas que se hacían por San Pedro, vieron que su única salida era la fugona pal’Uruguay.
Había en Lanzarote agentes, como los hermanos Morales, que además eran dueños de un par de bergantines y consignatarios de otros como el “Gloria”, el “Indio Oriental” o el “Uruguay” de Francisco Rey de Las Palmas que hacían la travesía a Montevideo, concertaban las contratas para nuevos colonos. Antes de gestionar los pasajes fue Ramón Majalulo a Puerto Cabras a consultar con Don Juan Cabrera, un hombre letrado que escribía y leía las cartas de los indianos a las familias y hacía las peticiones pa’los juzgados y las autoridades, para que le aconsejara y le arreglara la contrata. D. Juan le contó, amigable, su visión de la situación: “La barrilla ya no sirve sino para el cosco, la cochinilla se va pa’l carajo y agua ya no hay ni pa’lavarse el jocico. Aquí, además de los cigarrones moriscos, no pueden vivir sino los curas, los coroneles y los funcionarios que nos manda el rey desde la metrópoli ”y continuó: “Fíjese Cho Ramón lo que pone este periódico llamado El Constitucional sobre la fugona p’América de los mahoreros” y leyó un pedazo del artículo, pero lo que se quedó en el magín a Ramón fue que “de seguir emigrando como ha comenzado, pronto, la isla de Fuerteventura se borrará del número de las islas habitadas del archipiélago canario”.
Manuel vendió la casa y el alpendre de Guisguey, los pedacitos de El Time, los que tenía María en La Matilla, el poco ganado que le quedaba, regaló los aperos y los jierros del ganado, usó las tablas de la cama para fabricar dos maletas y salió con toda su gente p’Arrecife y de allí pa’Montevideo. Cuando el bergantín perdía de vista las islas comentó con María: “Ya ves, mujer. Llegaron los españoles se quedaron con las islas, pusieron a los coroneles a regentarnos y se hicieron ricos pero, a nosotros, los mahoreros, como decía el periódico que me leyó Don Juan Cabrera, terminan por echarnos. Pues sabes lo que te digo, que si no tienen quien les cultive la tierra, que coman cosco que donde vamos hay buen trigo y buenas vacas” y terminó, con algunas lágrima pugnando por salir“¡Ahí se quedan que yo seré Majalulo, pero no me afucho como camello!
Francisco Javier González
Gomera a 2 de diciembre de 2015
Nota Bene: Ramón Majalulo y su familia es un trasunto de muchos mahoreros de Fuerteventura y de Lanzarote. El resto de personaje son reales, incluso los emigrantes tetireños reseñados con sus hijos van con sus propios nombres. En el decenio de 1835 a 1845 más de 9.000 canarios, en su mayoría mahoreros de Lanzarote y Fuerteventura arribaron de emigrantes a la recién independizada Banda Oriental del Uruguay. Entre los cientos de los que llegaron a Tenerife en esa época están mis tatarabuelos. La primera nacida de mi familia en Tenerife fue mi bisabuela Cornelia León Machín. Este cuento es un sencillo homenaje a todos los Majalulos que salieron huyendo de su patria isleña. Sabían que era una “fugona” porque debieron quedarse y luchar pero, antes que nada, eran humanos con hambre.